lunes, 5 de enero de 2015

Un grito de silencio


No sólo te equivocaste estúpido, sino que también apuntaste a donde más me podía doler, cómo pudiste caer en el tremendo error de pensar que lo que me faltaba en la vida era esto, lágrimas, noches sin dormir, este inmenso y horrible agujero en medio de mi pecho que una que otra noche me quita más que el sueño; es acaso una mala treta del destino querer que un simple mortal padezca tal dolor y sufrimiento?

No es sano, no! Ni mucho menos sapiente creer que que somos una mitad incompleta, que hay algo allá afuera esperando por nosotros para ayudarnos a cargar con la vida, qué mentira más absurda, que blasfemia más putrefacta. Algo huele mal, desde que una divina santidad promulgue que para vivir hay que padecer, algo infame hay en tanto verbo incoherente, entre tantos ojos apagados y tantas llamas fundidas.

Nadie ha salido vivo de tal batalla, nadie! Es un perpetuo y eterno vacío hacia el cielo, clamando por un poco de piedad; ya no hay ojos en el mundo que puedan alzar la mirada y encontrar la promesa de la felicidad.

Tu me la arrebataste, entre tantas palabras que adornaban mi agonía, entre tantas miradas vacías, entre tantos sueños perdidos en mi ingenuidad. Pero más que tú, fui yo, quien embriagado de tanto amor, me entregue a ti en vida, alma y corazón.
Nada más encuentro y vago es el recuerdo de aquel grito de fe indefenso, de esa vaga ilusión casi perpetua, cuando más que amarte, te di mi vida y mi corazón abierto para que más que con sincero desprecio, escupieras en mi tu odio perverso.